"Queríamos reflexionar sobre cómo solíamos vestir, cómo podemos vestir y la idea del estilo", explicaba Jonathan Anderson, y la verdad es que el resultado ha sido algo épico. Sabíamos que el diseñador, que había abandonado Loewe para hacerse cargo de Dior, se estaba empleando mucho para que su desembarco en la firma francesa marcara un antes y un después, pero lo que ha logrado es sencillamente un regalo para los más fieles amantes del mundo de la moda en su totalidad.
Una preciosa carta de amor a unas raíces más que presentes y a una historia de marca basta e insuperable con el fin de establecer un lenguaje propio y muy personal, suave al tacto y vigoroso en su puesta en escena. Porque si el Anderson que supo revitalizar Loewe, llevó la firma madrileña hasta cotas impredecibles, su capacidad para establecer los límites hacia los que quiere extender Dior, sin perder la pista a la formalidad, la hisoria y la materialidad autoexigidas, le permite transformar a ese hombre, que muchos consideran pasado de moda, en todo un símbolo al que aspirar sin escatimar en modernidad.



Una colección que, presentada en un París sofisticado y alardeando de su fashion week, consigue dejarnos a todos con la boca abierta por esa apuesta por la simplicidad, las líneas sencillas, la inexistencia de aderezos sin más y la plena disposición por apostarse todo su taleno para que Dior vuelva a ser megacool. Tanto como lo fue antaño y ahora, gracias a un blazer de tweed de Donegal (la versión del británico de la mítica chaqueta Bar de Christian Dior, pero en puro tejido irlandés) y a una serie de looks que quedarán para los anales, revitalizan ipso facto un Dior con ansias de futuro.
Así, el Hôtel National des Invalides se cubría de terciopelo para asemejarse a una de las salas de la Gemäldegalerie de Berlín, una de las pinacotecas favoritas de Anderson, y recibir a cada una de las salidas con las que el flamante nuevo diseñador creativo pretendió mostrar la belleza de lo cotidiano frente a Josh O'Connor, Robert Pattinson o el guapísimo Daniel Craig, que mejora como buen vino o como las dos obras de Siméon Chardin que Anderson se encargó de situar en lugar preferente.


Buena compañía para esta absoluta rendición y reivindicación del trabajo bien hecho de una firma de solera donde se sigue apostando por la sastrería más precisa y lúdica; esos fracs, chalecos, corbatas y chalecas que se vuelven a revisitar como necesaria tendencia y a esas pinceladas románticas con las que monsieur Dior supo validar lo extravagante y rococó como si se tratara de la novedad más novedosa con la que revolucionar. Un testigo que Anderson recoge con el fin de poner la energía más juvenil del hombre Dior al servicio del nuevo dandi, un hombre de hoy, que en el descuido recupera su encanto como si le fuera la vida en ello, y en lo radical encontrara su más aristócratico estilo total. ¡Enhorabuena, JW!


Texto_Bru Romero