¡Despertad, Monsters, Lady Gaga ha vuelto!

Y lo ha hecho con un espectáculo que pasará a la historia por icónico. 

Bajo un sol de justicia y más grados de los que un cuerpo humano podría soportar, Lady Gaga confirmó que lo suyo es el espectáculo, y al más alto nivel. Así lo pudieron constatar los miles de asistentes que esperaban con ansias su show en Coachella, el espectáculo que vendría a confirmar el regreso de la cantante americana y un tour mundial de esos que dejan buen sabor de boca. 

Una oportunidad que la Germanotta no quiso desperdiciar, poniendo toda la carne sobre el escenario en una ceremonia que más parecía una consagración que un concierto sin más. No era para menos. Con su reciente disco (Mayhem) ya sonando en todas las emisoras y los miles de reproducciones elevándola a lo más alto, Lady Gaga se metía en el bolsillo a una audiencia enfervorecida durante más de dos horas de derroche musical y estética entre lo gótico y el glamour, que una estrella de su calibre saben cómo exprimir. 

Una sacerdotisa que volvía donde lo había dejado, varios temas atrás, para demostrar que el cartel de diva se le queda corto porque lo suyo es ser un ente superior, una fuerza de la naturaleza musicalizada potente e intensa que a través de temas nuevos y ya clásicos (Abracadabra, Paparazzi, Zombieboy, Bad Romance, Judas...) derrochaba poderío vestida  Peri Rosenzweig y Nick Royal, de Hardstyle, mientras las coreografías de Parris Goebel no hacían otra cosa que confirmar el regreso de la estrella a primera línea de micrófono. 

Una mutación de lo más sinfónica de la antigua Lady Gaga a la que poco a poco iba saliendo de su crisálida hasta una resurrección totalmente pagana y excesiva cargada de grandes dósis de cinematografía. Un show para el recuerdo y para la historia, una clase magistral de arte pop para fieles o infieles de su particular estilo, pero al que pocos pudieron resistirse. Qué buen lugar para exorcizarse que el desierto californiano.