Con Marc Jacobs el chute fue de color y con Nicolas Ghesquière la sobriedad más minimalista fue más que absoluta pero cuando Virgil Abloh llegó a Louis Vuitton sabíamos que la modernidad más urbana sería la seña de identidad de una firma que llevaba desde 1854 en el mercado. Una oportunidad de trabajar en el historial de esta marca con solera y traerla a nuestros días acercándola a ese público que la sentía “de mayores”.
Abloh quiere aportar algo al mundo de la moda actual y pone su empeño y todo el material a su alcance para ello. Con su nueva propuesta quiere saltar de las tendencias más callejeras al lado más clásico del vestir masculina, o sea, a la sastrería. Una sastrería que, en su caso, se toma con seriedad pero ofreciendo ese twist que la convierte en pura representación del gusto actual. Cortes sutiles en líneas que se despegan del cuerpo (en momentos donde lo skinny aún sigue siendo el Do-Re-Mí del buen gusto) y que mantienen un perfil con pliegues que no terminan.
Prendas con estampados explosivos cuando toca y exquisita y sibilina seriedad cuando es momento que se mezclan con camisas con transparencias, cuero, puños militares y estampados con símbolos africanos o de Michael Jackson como muso que inspira a esas chaquetas con cuentas de cristal, insignias militares o tejidos en satén púrpura. Una colección que pinta y colorea el mapa del mundo sin situar a Europa en el centro de cualquier acción y en ese giro estampa de banderas británicas, alemanas, americanas o de Kazajstán sus pantalones, camisas o prendas de abrigo como guiño a cada una de las nacionalidades que conviven en su estudio creativo.
Una colección que se saltó cualquier límite establecido (para una maison como la de Louis Vuitton) y con la que Abloh se pregunta, una vez más, por qué está haciendo ropa y qué hacen los hombres que él viste. Mientras llega a la conclusión, actúa como quiere que sea el mundo sin entrar en ese callejón sin salida en el que nos encontramos ahora. Deberíamos aprender.