El tío de la reina de Inglaterra ha pasado a la Historia como el rey que abdicó por amor. Pero es también el hombre que nunca renunció a ser un perfecto gentleman.
Desde su nacimiento, estaba predestinado a ocupar las páginas de los libros de Historia. Sin embargo, su decisión de abdicar para casarse con una americana plebeya y divorciada lo convirtió en carne del papel cuché. Sí, cuando Eduardo VIII se quitó la corona para transformarse, sencillamente, en el duque de Windsor, el Reino Unido perdió un monarca, pero el mundo ganó un it boy perfecto. Que nadie piense que el milagro fue obra de Wallis Simpson, esa señora que hizo tambalear al mismísimo imperio británico colándose en las sábanas de su máximo representante allá por 1933. ¡Para nada! Porque él mismo era un personaje que, ya en los años 20, acaparaba todas las miradas indiscretas, siendo considerado “la celebridad más fotografiada de su tiempo”. Lo mejor que tenía Eduardo, según se desprende de sus biografías, era su aspecto físico. Eso de que la belleza está en el interior no parecía ir con quien fuera Su Graciosa Majestad desde enero hasta diciembre de 1936. Rompiendo una lanza en su favor, la verdad es que no había tenido una infancia demasiado feliz… A falta del amor paterno, su niñez estuvo marcada por las numerosas nannies que cuidaban de él. Experiencias no siempre positivas que le transformaron en un hombre de carácter débil, eterno adolescente afectado por el síndrome de Peter Pan. No sabemos si en Wallis Simpson vio una madrecita a la manera de Wendy, pero lo que sí podemos asegurar es que encontró en ella a la perfecta compañera para sus gustos de bon vivant. También a una mujer que, sin ser guapa ni simpática, le daba algo más que compañía y sexo: sólo ella era capaz de plantarle cara y, según las malas lenguas, aportar un puntito dominatrix a la personalidad un tanto masoquista de su nuevo marido. Eduardo, liberado ya del peso de la corona, se había vuelto un personaje incómodo para su hermano (su sucesor) y para el resto de la royal family. Al disgusto que les dio por haberse unido a una señora con dos matrimonios (y muchos amantes) a sus espaldas se sumaban las amistades peligrosas que frecuentaba (llegó a conocer al propio führer en uno de sus viajes con Wallis) y los inapropiados comentarios que hacía en público (como cuando afirmó que Hitler no era tan mala persona). Ahora bien, lo que su familia y el resto de los británicos pensaran de él parecía no importarle. La vida con su amada, repleta de lujo y excentricidades, era lo que contaba. Cannes, Deauville, París, Nueva York, Palm Beach… el mundo se quedaba pequeño para la pareja que, en un alarde de snobismo, encargó a la maison Cartier una pitillera y una polvera de oro con un mapa de Europa en sus anversos, donde iban marcando con piedras preciosas las ciudades que visitaban.
Desde su 1,70 de estatura y sus hechuras de galán de cine (en las que tenían algo que ver los trastornos alimenticios y una afición desmesurada al deporte), Eduardo de Windsor fue el perfecto icono de estilo en su época. Porque, si bien no aportó nada importante a la Historia contemporánea, llenó los armarios masculinos de tendencias que, aún hoy, siguen siendo un must have. Por ejemplo, fue el primero que lució un tuxedo azul marino y con solapas redondeadas, o el que convirtió el tweed en un tejido noble. Inolvidables sus anchas pajaritas o sus pañuelos pocket squared en el bolsillo de las chaquetas que, por cierto, solía combinar con calcetines de diseños y colores estrafalarios. Nadie como él lució los trajes de doble botonadura, los zapatos Brogues –esos de cordones y con puntitos troquelados–, los pantalones con vueltas o las tradicionales faldas kilt que, hasta entonces, solo se veían en las zonas rurales de Escocia y que él elevó al status de prenda de ceremonia. Ahora bien, si hay dos elementos que definen plenamente el estilo eduardiano son, sin duda, el print Príncipe de Gales –un tipo de tartán escocés usado por uno de los clanes más legendarios– y el nudo de corbata Windsor. Con tan revolucionario background en su guardarropa, era difícil que los caballeros de todo el mundo no trataran de imitarle y acabaran olvidando el interior de aquel personaje que, como definió Gore Vidal años después, era (al igual que su amada Wallis) un ser sin alma, sostenido a golpe de alcohol y humo, de banal conversación, obsesionado por su delgadez y que parecía reservar su afecto sólo para sus dos canes… Nosotros nos quedamos con su imagen icónica, de genuino gentleman, capaz de marcar tendencia y hasta de escribir un libro, A Family Album, sobre la moda y las costumbres de su real familia: una especie de biblia del buen gusto que sigue siendo, como él mismo, un objeto de culto.
Texto: Rosa Alvares