La penuria económica que asoló Europa en los 50, hizo que Italia lo sobrellevara con una pléyade de jóvenes de exuberantes medidas y pechos tan turgentes como cualquiera de las montañas calabresas. Una de sus más conocidas, con todos nuestros respetos a Sophia Loren, fue Gina Lollobrigida, una rutilante estrella que supo llevar a Italia a lo más alto de la cinematografía no solo de su país, sino también allende los mares y convertirse en todo un aliciente para esas comedias americanas que necesitaban de una latina racial que enfrentar a galanes como Rock Hudson o Tony Curtis. Hoy, la Lollo dobla la servilleta, y sentimos que perdemos un pedacito de ese cine clásico que tan buen ratos nos ha dado.
Su belleza sedujo, sus modo de interpretar los muy variopintos papeles crearon escuela y hoy la sombra es tan alargada que costará que la olvidemos, por lo menos, otra década más, y es que el desfile que hizo Gina Lollobrigida no dejó indiferente a nadie.
Gina fue una niña de la guerra, una niña pobre que tuvo que abandonar su Subiaco (Roma) natal cuando quedó tercera en el concurso de belleza Miss Italia 1947, que había ganado una todavía desconocida Lucía Bosé. Pronto sus coquetos 20 años, unidos a una figura que provocaba el desconcierto de los más beatos, le permitieron que comenzara a dividirse entre Francia e Italia para ir dando forma a una carrera en el cine a la que se había entregado para ganar el dinero necesario para seguir formándose como escultora, lo que más le gustaba.
Los productores se agolpaban a su puerta, los directores no cesaban en llamarla y ella, simplemente, se dejó modelar en un mundo del cine italiano que pronto la encumbró como magiorattas, como nueva estrella de imponentes pechos, pero sin llegar a caer en las fauces de esos demiurgos que labraron carreras como la de la Loren o la de la Mangano, «encerradas» en auténticas jaulas de brillante oro.
Y así fue como la decidida y autosuficiente Lollobrigida se puso el mundo por montera y aceptó la invitación del mandamás de la RKO, Howard Hughes, a cogerse equipaje para rato y avión y plantarse en Hollywood para comenzar una meteórica carrera y tener cerca a esa mujer que tanto la había enamorado tras ver una foto suya en bikini. Su carrera alcanzó allí un nivel por la que muchas hubieran hecho lo impensable. Se codeó con Burt Lancaster, Humphrey Bogart, Rock Hudson (del que se cuenta que, incluso, sintió algo por ella pese a su homosexualidad), Tyrone Power, Sean Connery o Sinatra; fue dirigida por directores de la talla de King Vidor, John Huston o Carol Reed, pero 0 posibilidades para un Hughes que lamentaba que la Lollobrigida llegaba al otro lado del charco casada, aunque solo fuera para olvidar una violación.
Joyas, cantidades de dinero ingentes, aplausos a su paso, películas que funcionaron muy bien en taquilla e incluso el saludo de Marilyn Monroe, en una fiesta, confesándola que según decían la llamaban «la Lollo americana» fueron algunas de las columnas que mantuvieron a la italiana en el candelero mediático de manera intermitente. Ella, en paralelo, seguía con sus exposiciones de escultura, fotografía y enamorando a talluditos y jovencitos, como su asistente y toy boy Andrea Piazzolla, al que su marido Milko Škofič e hijo querían pararle los pies (por el expolio en la fortuna de la actriz que estaba acometiendo), tratando de incapacitarla, años más tarde.
Gina seguía combatiendo contra viento y marea, sin perderse ni un sarao, ni una serie icónica que pedía su participación (¿la viste en Falcon Crest?) y demostrando que su agradecida genética seguían haciendo de ella una mujer impresionante, pero no sé yo si la mujer más bella del mundo como aquella peli que protagonizó para Robert Z. Leonard.
Dejando atrás Falcon Crest, Vacaciones en el mar y sus aspiraciones políticas (siempre al lado de los comunistas), que retomaría con 95 años, Gina comenzó a salir más en las revistas del corazón que en películas. Su escandaloso matrimonio con el llamémosle empresario Javier Rigau (al que conoció con 15 años, ejem), con el que se llevaba más de tres décadas, hizo correr ríos de tinta. Una unión que acabaría truncada por el interés desmedido del español en la fortuna de la estrella italiana que, hasta hace bien poco, los mantuvo en los tribunales.
Lo último que supimos de ella fue que aún seguía en litigios con su hijo, que pretendía heredar ya la fortuna de mamá, porque había determinado que mejor en sus manos que en las de cualquier jovencito advenedizo. Caso abierto que, con Lollobrigida ya cubierta de malvas, dará para muchas horas de televisión. Nos quedaremos con sus películas. ¡Buen viaje!