Si lo de “quien tuvo retuvo” es invariablemente cierto, podemos decir que Richard Gere es un actor guapo, simpático, con cierta elegancia macarra encantadora y que suele desplegar ese no-sé-qué cautivador en las películas en la que hace de galán. Eso no le convierte ni le ha convertido nunca en un buen actor –por mucho que desplegara cierta magia en algunas excepciones como Chicago- ni desde luego en un actor carismático –como le pasaba a Charlaton Heston, por ejemplo, que era como un kilo de harina, pero llenaba la pantalla y lo devoraba todo-. Richard Gere es un actor correcto, por eso cuando un actor normalito hace un papel como el de Norman pensamos que las segundas oportunidades existen, que hay futuros posibles. Porque Norman es Richard Gere que está enorme, que rubrica el papel de su vida. Y junto a él una ristra de secundarios a cuál más espléndido.
Decir mucho o poco del argumento lleva casi irremediablemente al spoiler. Baste decir que Norman Oppenheimer es un conseguidor de dinero, de favores, de influencia… Pero lo hace de una manera chispeante y divertida que nada tiene que ver con otras cintas fantásticas pero deprimentes como Los idus de marzo o la serie House of cards. Para ello, la dirección –y guión- del casi desconocido Joseph Cedar es fundamental pues otorga a lo que puede ser a priori un relato poco atrayente en una verdadera joya de la comedia moderna, y eso, a día de hoy, es un lujo que sólo pueden permitirse unos pocos directores tocados por la mano divina de saber dirigir a los actores y el tempo de la comedia con mano maestra.
Norman trata un tema oscuro con una luminosidad encantadora, casi buenrrollista, que nos recuerda que el clásico personaje del pillo sigue siendo uno del los más potentes y embaucadores que nos ha dado la historia de las artes. Y que sea así por muchos años.