Desde hacía mucho tiempo que Eurovisión no daba una clase de verdadero estilo musical. Y cuando hablo de estilo, no me refiero al género rítmico a elegir sino a elegancia y saber estar sobre el escenario.
En las últimas décadas, digamos desde los 80 hasta el año pasado, el concurso se había convertido en un cajón de sastre para los solistas y bandas más kitsch sobre la faz del continente europeo (con un +1 australiano desde hace un par de años). Ritmos que cambiaron aquel concepto de certamen de canción melódica de épocas en la que aún no todo el mundo tenía televisión en color y las canciones eran pequeñas joyas cuyos ritmos no era muy complicado tararear.
A cantantes de calidad más que probada como Salomé, Conchita Bautista, Céline Dion, Sandy Shaw, France Gall, Julio Iglesias, Jaime Morey, Domenico Modugno y grupos como ABBA, Brotherhood of Man, Gali Atari & Milk and Honey o los Olsen Brothers, les sucedían otros de cuestionable virtuosismo como Slavko Kalezic, Alex Florea, Cezar, Verka Serduchka, Lordi, Rodolfo Chikilicuatre o Francesco Gabbani que optaban más por el recurso fácil y la parafernalia excéntrica que por el gusto gorgorístico.
Pero parece que este año, los astros se han alineado produciéndose una eclosión de esas que pasan cada cierto tiempo (muchos, muchos años desde luego) devolviendo al escenario la gracia y donaire que había perdido en el baúl de los recuerdos. Faltó tan solo un instante para que Salvador Sobral, representante de Portugal, cantara al amor (o al desamor, según se mire) y con ese tono que sabía a fado, para que supiéramos que estábamos ante un cambio de mentalidad. Quizá pop up.
Una actuación sencilla, minimalista sin más delirio de grandeza que la susurradora voz de un cantante salido de la tercera temporada del programa Ídolos (lo que viene siendo la versión portuguesa de Pop Idol), estudiante de Psicología y amante de entonar a golpe de jazz.
Un salto al vacío sin paracaídas en un momento en el que a la opinión pública parece solo interesarle los productos low cost, la efervescencia mainstream, de efectos especiales poderosos, coreografías espasmódicas y cantantes que equivocan su vestuario con el outfit de una rave o mascarada.
Un canto al estilo y mejor hacer frente a Europa que nos desbarajustó por lo delicado, insuflando oxígeno a nuestro corazón que había dejado, hace mucho tiempo, de latir con Eurovisión. Una brecha entre tanta futilidad, una declaración de principios, necesario alto en el camino y una apuesta seductora por el amor en un mundo abducido por los “sentimientos” instantáneos. «La música no son cohetes sino sentimientos», dice Sobral. ¿Quién no caería rendido ante una persona cuyo corazón se arriesga a cantar por todos nosotros?
Foto: Efrem Loetkatski/AP