Su prematura muerte, a los 42 años, hizo que el músico, pintor y bon vivant permanezca en nuestro imaginario eternamente cool.

En su cuarto de adolescente tenía colgado un póster de David Bowie que, con el paso del tiempo, podría considerarse toda una declaración de intenciones. Porque, como él, Carlos Berlanga (Madrid, 1960) acabaría convirtiéndose, muy a su pesar, en uno de los mejores ejemplares del dandismo musical, en este caso a la española. Al hijo menor del cineasta Luis García Berlanga siempre le produjo rechazo el término dandy, al que no dudó en calificar de hortera; pero su aspecto aristocrático, incluso en su época punk con tan sólo 15 años, le acompañaría hasta su muerte, en el verano de 2002. Peinado impecablemente, de facciones casi perfectas, amante de las firmas de moda más exclusivas, su allure le hacía ser de esos hombres que entran en una habitación y atraen todas las miradas. Por algo, el mismísimo Andy Warhol (talentoso no sólo para hacer caja con su arte, sino también para rodearse de bellezas masculinas) se retrató junto a él en una antológica fiesta organizada en Madrid por el millonario Hervé Hachuel.

Imposible también pasar desapercibido en la celebración del Oscar de Pedro Almodóvar en el Casino de Madrid, enfundado en un traje gris plata firmado por Prada que estaba muy al filo de lo trash. No es que pretendiera epatar con sus outfits, sino ser él mismo, a pesar de su proverbial timidez. Porque, detrás de ese niño bien, se escondía alguien que, ya en sus inicios como músico en Kaka de Luxe, actuaba parapetado por una cortina para que el público no reparase en él; alguien capaz de sonrojarse incluso en las entrevistas siendo ya un adulto.

Tras esa fachada elegante y cool, se ocultaba un provocador nato, un artista multidisciplinar que sacudía las conciencias de los biempensantes con canciones que hablaban de deseo carnal, funcionarias asesinas, sangre y huesos, vecinos que no paran de molestar, golpes certeros imposibles de esquivar… Talento compartido con su amigo del alma desde la infancia, Nacho Canut, y con Olvido Gara, que hacían suyos los temas sin el pudor de su compañero. Sin embargo, su impronta musical no quedó únicamente en los grupos a los que perteneció —Los Pegamoides y Dinarama— o en solitario, sino también en la discografía de iconos tan populares como Raffaella Carrá o Sara Montiel.

Berlanga se movía como pez en el agua en la alta cultura y también en el pop irreverente. Y es que, como recuerda Mario Vaquerizo, “en su iPod había espacio para su admirado Tom Jobim y para El baile del gorila, de Melody. Y sus lecturas iban desde la ciencia ficción más purista, a biografías de personajes catódicos como el doctor Iglesias Puga”. Sólo alguien tan versátil podía dar una vuelta de tuerca a su obra para que hoy nos resulte única. Incluida su faceta de pintor e ilustrador, quizá menos conocida, pero igual de importante: basta mencionar que el cartel de la película Matador, de Almodóvar, era suyo, así como las tiras cómicas Olga Zana, consejos para las nuevas ricas, que publicó en el diario ABC con el beneplácito de las señoronas del barrio de Salamanca.

La provocación upper class que tan bien dominó Berlanga solo era posible con un espíritu hedonista como el suyo. Le encantaba el lujo y era tan generoso que lo compartía con aquellos a los que amaba. Sus amigos cuentan que era habitual que organizara quedadas en hoteles cinco estrellas con todos ellos, pagando él la factura. O que los invitara a su casa para celebrar cualquier cosa con paté francés, caviar y otras delicatessen. Pero como perfecto bon vivant, estos no fueron los únicos placeres a los que sucumbió Carlos Berlanga. Nunca ocultó su homosexualidad, aunque tampoco decidió hacerla pública: quizá porque le horrorizaban los gestos exagerados del ambiente.

También caminó por el lado salvaje de la vida, asumiendo sus escarceos con las drogas (¿quién escapó a ellas en el Madrid de la Movida?), siempre desde la lucidez y la elegancia. Y dejó imaginar ciertas perversiones sexuales: inolvidable aquella sesión de fotos en la tienda sado SR de Chueca para la revista Tentaciones, con esposas y guantes de látex… ¡Cosas del lado oscuro! Un dark side en el que, por cierto, también deberíamos incluir su debilidad por las chucherías y la chinoiserie decorativa más kitsch.

Quienes le conocieron aseguran que temía más la vejez que la muerte; al final, se salió con la suya y se fue con sólo 42 años. Nos queda su imagen de eterno dandy; su talento en todo cuanto hizo, y el himno con mayúsculas de quienes creen en la diversidad. “A quién le importa lo que yo haga, a quién le importa lo que yo diga. Yo soy así, y así seguiré, nunca cambiaré”. Los auténticos iconos pueden permitírselo. Benditos ellos.

 

Texto: Rosa Alvares 

Posted by:Redacción Dear

Todos los hombres están en Dear. Todos.

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